Textos de Viktor Frankl para ilustrar la «libertad para»

Para ilustrar la entrada anterior sobre Viktor Frankl y la «libertad para» incluyo algunos textos de Viktor E. Frankl, (El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, 21ª Ed., 2001). Aunque es una entrada algo más larga de lo habitual, desde luego recomiendo leer el libro.

1. Experiencia de la vida desnuda

Esperamos en un cobertizo que parecía ser la antesala de la cámara de desinfección. Los 4192675036_8c04887820_zhombres de las SS aparecieron y extendieron unas mantas sobre las que teníamos que echar todo lo que teníamos encima: relojes y joyas. Todavía había entre nosotros unos cuantos ingenuos que preguntaron, para regocijo de los más avezados que actuaban de ayudantes, si no podían conservar su anillo de casados, una medalla o algún amuleto de oro. Nadie podía aceptar el hecho de que todo, absolutamente todo, se lo llevarían. Intenté ganarme la confianza de uno de los prisioneros de más edad. Acercándome a él furtivamente, señalé el rollo de papel en el bolsillo interior de mi chaqueta y dije: «Mira es el manuscrito de un libro científico. Ya sé lo que vas a decir, que debo estar agradecido de salvar la vida, que eso es todo lo que puedo esperar del destino. Pero no puedo evitarlo, tengo que conservar este manuscrito a toda costa: contiene la obra de mi vida. ¿Comprendes lo que quiero decir?». Sí, empezaba a comprender. Lentamente en su rostro se fue dibujando una mueca, primero de piedad, luego se mostró divertido, burlón, insultante, hasta que rugió una palabra en respuesta a mi pregunta, una palabra que siempre estaba presente en el vocabulario de los internados en el campo: «¡Mierda!». Y en ese momento toda la verdad se hizo patente ante mi e hice lo que constituyó el punto culminante de mi reacción psicológica: borré de mi conciencia toda vida anterior.

De pronto se produjo cierto revuelo entre mis compañeros de viaje, que hasta ese momento permanecían de pie con los rostros pálidos, asustados, debatiéndose sin esperanza. Otra vez oíamos gritar dando órdenes, a aquellas voces roncas. A empujones nos condujeron a la antesala inmediata a los baños. Allí nos agrupamos en torno a un hombre de las SS que esperó hasta que todos hubimos llegado. Entonces dijo: «Os daré dos minutos y mediré el tiempo por mi reloj. En esos dos minutos os desnudaréis por completo y dejaréis en el suelo, junto a vosotros, todas vuestras ropas. No podéis llevar nada con vosotros a excepción de los zapatos, el cinturón, las gafas y, en todo caso, el braguero. Empiezo a contar: ¡ahora!».

Con una rapidez impensable, la gente se fue desnudando. Según pasaba el tiempo, cada vez se ponían más nerviosos y tiraban torpemente de su ropa interior, sin acertar con los cinturones ni con los cordones de los zapatos. Fue entonces cuando oímos los primeros restallidos del látigo; las correas de cuero azotaron los cuerpos desnudos. A continuación nos empujaron a otra habitación para afeitarnos: no se conformaron solamente con rasurar nuestras cabezas, sino que no dejaron ni un solo pelo en nuestros cuerpos. Seguidamente pasamos a las duchas, donde nos volvieron a linear. A duras penas nos reconocimos; pero, con gran alivio, algunos constataban que de las duchas salía agua de verdad…

Mientras esperábamos a ducharnos, nuestra desnudez se nos hizo patente: nada teníamos ya salvo nuestros cuerpos mondos y lirondos, incluso sin pelo; literalmente hablando lo único que poseíamos era nuestra existencia desnuda (p. 32-34).

2. La experiencia del sufrimiento

Vivir es sufrir, sobrevivir es hallarle sentido al sufrimiento (Gordón W. Allport en la introducción).

En tales momentos no es ya el dolor físico lo que más nos hiere (y esto se aplica tanto a los adultos como a los niños); es la agonía mental causada por la injusticia, por lo irracional de todo aquello (p. 45).

El aspecto más doloroso de los golpes es el insulto que incluyen (p. 46).

El sufrimiento del hombre actúa de modo similar a como lo hace el gas en el vació de una cámara; está se llenará por completo y por igual cualquiera que sea su capacidad (p. 72).

La mayoría de los prisioneros sufrían de algún tipo de complejo de inferioridad. Todos nosotros habíamos creído alguna vez que éramos «alguien» o al menos lo habíamos imaginado. Pero ahora nos trataban como si no fuéramos nadie, como si no existiéramos. (La conciencia del amor propio está tan profundamente arraigada en las cosas más elevadas y más espirituales que no puede arrancarse ni viviendo en un campo de concentración. ¿Pero cuántos hombres libres, por no hablar de los prisioneros, lo poseen?). Sin mencionarlo, lo cierto es que el prisionero medio se sentía terriblemente degradado (p. 95).

El sufrimiento es un aspecto de la vida que no puede erradicarse, como no pueden apartarse el destino o la muerte. Sin todos ellos la vida no es completa (p. 101).

El modo en que un hombre acepta su destino y todo el sufrimiento que este conlleva, la forma en que carga con su cruz, le da muchas oportunidades –incluso bajo las circunstancias más difíciles- para añadir a su vida un sentido más profundo. Puede conservar su valor, su dignidad, su dignidad. O bien, en la dura lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad humana y ser poco más que un animal, tal como nos ha recordado la psicología del prisionero en un campo de concentración. Aquí reside la oportunidad que el hombre tiene de aprovechar o de dejar pasar las ocasiones de alcanzar los méritos que una situación difícil puede proporcionarle. Y lo que decide si es merecedor de sus sufrimientos o no lo es (p. 101-102).

Cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de aceptar dicho sufrimiento, pues esa es su sola y única tarea. Ha de reconocer el hecho que, incluso sufriendo, él es único y está solo en el universo. Nadie puede redimirle de su sufrimiento ni sufrir en su lugar. Su única oportunidad reside en la actitud que adopte al soportar su carga (p. 114-115).Deportacion45

3. La vivencia del tiempo

Al relatar o describir sus experiencias, todos los que pasaron por la experiencia de un campo de concentración concuerdan en señalar que la influencia más deprimente de todas era que el recluso no supiera cuanto iba a durar su encarcelamiento Nadie le dio nunca una fecha para su liberación (en nuestro campo ni siquiera tenía sentido hablar de ello). En realidad, la duración no sólo era incierta, sino ilimitada. Un renombrado investigador psicológico manifestó en cierta ocasión que la vida en un campo de concentración podría denominarse «existencia provisional». Nosotros completaríamos la definición diciendo que es «una existencia provisional cuya duración se desconoce».

[…] Al entrar en el campo las mentes de los prisioneros sufrían un cambio. Con el fin de la incertidumbre venía la incertidumbre del fin. Era imposible prever cuándo y cómo terminaría aquella existencia caso de tener fin. El vocablo latino finis tiene dos dignificados: final y meta a alcanzar. El hombre que no podía ver el fin de su «existencia provisional», tampoco podía aspirar a una meta última en la vida. Cesaba de vivir para el futuro en contraste con el hombre normal. Por consiguiente cambiaba toda la estructura de su vida íntima. Aparecían otros signos de decadencia como los que conocemos de otros aspectos de la vida. El obrero parado, por ejemplo, está en una posición similar. Su existencia es provisional en ese momento y, en cierto sentido, no puede vivir para el futuro ni marcarse una meta. Trabajos de investigación realizados sobre los mineros parados han demostrado que sufren una particular deformación del tiempo — el tiempo íntimo — que es resultado de su condición de parados. También los prisioneros sufrían esa extraña «experiencia del tiempo». En el campo, una unidad de tiempo pequeña, un día, por ejemplo, repleto de continuas torturas y de fatiga, parecía no tener fin, mientras que una unidad de tiempo mayor, quizás una semana, parecía transcurrir con mucha rapidez. Mis camaradas concordaron conmigo cuando dije que en el campo el día duraba más que la semana ¡cuán paradójica era nuestra experiencia del tiempo! Me viene el recuerdo de la Montaña Mágica de Thomas Mann, que contiene unas cuantas observaciones psicológicas muy atinadas. Mann estudia la evolución espiritual de personas que están en condiciones psicológicas semejantes; es decir, los enfermos de tuberculosis de un sanatorio, quienes tampoco conocen la fecha en que les darán de alta; experimentan una existencia similar, sin ningún futuro, sin ninguna meta (p. 104-106).

4. La libertad

Tras este intento de presentación psicológica y explicación psicopatológica de las auswitch-2características típicas del recluido en un campo de concentración, se podría sacar la impresión de que el ser humano es alguien completa e inevitablemente influido por su entorno (entendiéndose por entorno en este caso la singular estructura del campo de concentración, que obligaba al prisionero a adecuar su conducta a un determinado conjunto de pautas). Pero, ¿qué decir de la libertad humana? ¿No hay una libertad espiritual con respecto a la conducta ya la reacción ante un entorno dado? ¿Es cierta la teoría que enseña que el hombre no es más que el producto de muchos factores ambientales condicionantes, sean de naturaleza biológica, psicológica o sociológica? [aquí aparecen los tres niveles] ¡El hombre es sólo un producto accidental de dichos factores? Y, lo que es más importante, ¿las reacciones de los prisioneros ante el mundo singular de un campo de concentración, son una prueba de que el hombre no puede escapar a la influencia de lo que le rodea? ¿Es que frente a tales circunstancias no tiene posibilidad de elección?

Podemos contestar a todas estas preguntas con base en la experiencia y también con arreglo a los principios. Las experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre tiene capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes, algunos heroicos, los cuales demuestran que puede vencerse la apatía, eliminarse la irritabilidad. El hombre puede conservar un vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso en las terribles circunstancias de tensión psíquica y física.

Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último pedazo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecen pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo excepto una cosa: la última de las libertades humanas — la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias   para decidir su propio camino.

Y allí siempre había ocasiones para elegir. A diario, a todas horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión, decisión que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna; que determinaban si uno iba o no iba a ser el juguete de las circunstancias, renunciando a la libertad y a la dignidad, para dejarse moldear hasta convertirse en un recluso típico.

Vistas desde este ángulo, las reacciones mentales de los internados en un campo de concentración deben parecernos la simple expresión de determinadas condiciones físicas y sociológicas. Aun cuando condiciones como la falta de sueño, la alimentación insuficiente y las diversas tensiones mentales pueden llevar a creer que los reclusos se veían obligados a reaccionar de cierto modo, en un análisis último se hace patente que el tipo de persona en que se convertía un prisionero era el resultado de una decisión íntima y no únicamente resultado de la influencia del campo. Fundamentalmente, pues, cualquier hombre podía, incluso bajo tales circunstancias, decidir lo que sería de él —mental y espiritualmente, pues aún en un campo de concentración puede conservar su dignidad humana. Dostoievsky dijo en una ocasión: «Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos» y estas palabras retronaban una y otra vez a mi mente cuando conocí a aquellos mártires cuya conducta en el campo, cuyo sufrimiento y muerte, testimoniaban el hecho que la liberta íntima nunca se pierde. Puede decirse que fueron dignos de sus sufrimientos y la forma en que los soportaron fue un logro interior genuino. Es esta libertad espiritual, que no se puede arrebatar, lo que hace que la vida tenga sentido y propósito (p. 99-100).

En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo (p. 114).

¿Qué es, en realidad el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración (p. 126).

Cierto, un ser humano es un ser finito, y su libertad está restringida. No se trata de liberarse de las condiciones, hablamos de la libertad de tomar una postura ante esas condiciones (p. 178).

El hombre no está totalmente condicionado y determinado; es él quien determina si ha de entregarse a las situaciones o hacer frente a ellas. En otras palabras, el hombre en última instancia se determina a sí mismo. El hombre no se limita a existir, sino que siempre decide cuál será su existencia y lo que será al minuto siguiente.

Análogamente todo ser humano tiene la libertad de cambiar a cada instante. Por consiguiente, podemos predecir su futuro sólo dentro del amplio marco de la encuesta estadística que se refiere a todo un grupo; la personalidad individual no obstante sigue siendo impredecible. Las bases de toda predicción vendrán representadas por las condiciones biológicas, psicológicas o sociológicas. No obstante uno de los rasgos principales de la existencia humana es la capacidad de elevarse por encima de estas condiciones y trascenderlas. Análogamente, y en último término, el hombre se trasciende a sí mismo; el ser humano es un ser autotrascendente (p. 179-180).

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