Todo el mundo personal tiene una relación estrecha con los sentimientos (en toda la entrada, sentimientos significa también sensaciones y emociones: nuestro nivel psíquico), está teñida por el color y el calor que proporcionan los sentimientos. Los sentimientos están ahí antes que los contenidos objetivos. «Lo nuestro» lo descubrimos por los sentimientos y sin ellos todas las cosas resultan arduas: ellos proporcionan la facilidad para hacer las cosas, la tan cacareada motivación. Cuando las amamos, cuando las teñimos del color de nuestros sentimientos, entonces es posible hacerlas, interesarse en ellas. Por el contrario es difícil acceder a las cosas (actividades, personas, etc.) cuando se presentan sin color.
Los sentimientos, al menos aquellos a que nos referimos habitualmente con ese nombre, son como el dipolo del agua, que tiene un extremo en positivo y otro en negativo. Unas veces presentan un lado positivo y todo parece ir bien, otras el negativo y todo parece ir mal (pensar por ejemplo en el par amor-odio, o si se prefiere, amor-rechazo). Por esto, la posición contraria al positivo no es el negativo, que constituye solo el sentimiento girado, pero sigue manteniendo nuestro interés en la persona o cosa. El opuesto real es la indiferencia. El que algo o alguien nos sea indiferente significa que la persona, la situación está fuera de nuestro campo de interés, para nosotros es como si no existiese, se hunde en la nada. Por eso es tan diferente hacer las cosas a pura fuerza de voluntad, porque tenemos que hacerla o por ilusión, con o sin sentimiento. Sin sentimiento, solo por un sentimiento del deber, porque hay que hacerlas, sin un gramo de ilusión, parece que todo hay que hacerlo a fuerza de puro brazo, cuesta mucho. Esto no puede ser una situación permanente, porque entonces el abandono la tarea, se avecina, entre otras cosas porque no se ama: no se puede estar haciendo indefinidamente lo que no se ama.
Los sentimientos son de este modo el color y la música que acompaña todas nuestras acciones. Muy acertadamente pregunta Levinás: «¿Soy yo o es el paisaje que está triste?». Los sentimientos enmarcan nuestro mundo. Dicho en el lenguaje filosófico, son el a priori de todo conocimiento, están allí, antes de comenzar a objetivar, diciéndonos: me agrada o me desagrada, nos señalan lo desconocido por el contraste con lo conocido. Los sentimientos «juzgan» o mejor comparan con lo más nuestro: nuestras primeras experiencias, nuestra intimidad original, nuestro hogar original, nuestra familia, nuestra patria, etc. Todas estas cosas, «lo mío» no es «juzgado», sino aceptado como lo natural, como lo que he conocido y recibido. Solo más adelante, cuando se han tenido experiencias diversas, otras familias, otras culturas, otras patrias, entonces se puede criticar la propia, porque se ha tomado distancia. De todos modos siempre son de un modo importante lo congenial, el origen, el punto de partida de comparación de experiencias original.
El sentimiento es la tendencia sentida, así lo define Aristóteles, es la respuesta interna a la situación externa y precisamente por ser una respuesta, tiene un contenido de conocimiento, una dimensión cognitiva, dicen los psicólogos. En este sentido es nuestra mejor respuesta, dada de forma directa por el resumen de nuestras experiencias, de nuestras vivencias. Es lo más íntimo que nos decimos, lo más ajustado a nuestra situación personal. Por ello, aprender a conocer la información de los sentimientos (la educación emocional) es un elemento clave de la propia educación, para ajustarnos a nosotros mismos, a nuestra forma de evaluar el mundo y cada una de las experiencias.
La respuesta que elaboran los sentimientos, se refiere no solo a lo actual, sino que condensa el pasado y proyecta el futuro. El pasado resume las experiencias positivas y negativas, y la idea que el sujeto se ha forjado en ellas sobre sí mismo: la autoestima, la valoración de sí mismo que hace el sujeto. El futuro es visto como las posibilidades abiertas para la persona. La respuesta puede ser más o menos adecuada. Esta adecuación con la situación no toca comprobarla al sentimiento, sino a la reflexión, a la razón. Los sentimientos dan el mundo del sujeto, o mejor, su instalación en el mundo. La razón constantemente chequea que esa respuesta sea correcta o la mejor entre varias posibles, todas evaluadas por los sentimientos. Los sentimientos presentan las opciones evaluadas: con miedo o con enfado o con ilusión. A la razón toca decidir por cual optar.
La alegría, que es como el resultado final de los sentimientos, resume como van las cosas; y la alegría está conectada a evaluaciones emocionales de la situación. Es fundamental que, si estamos contentos, esto esté basado en una situación real; en esto no puedo engañarme, no puedo hacerme creer que las razones de la alegría son verdaderas cuando sé que son falsas. Hay modos de provocar alegría o bienestar que lo que hacen es desconectar al sujeto de la realidad, provocan una alegría, que ya no lo es, sino simplemente una sensación de bienestar, una «alegría artificial». Esta es una patología de relación con la realidad: la patología del «paraíso artificial». La alegría informa de que estamos bien, pero esa alegría ha sido provocada de un modo artificial (alcohol, drogas, juego y cosas a veces mucho más sencillas), no responde a la situación real.
El mundo de la intimidad necesita que su contacto con la realidad sea correcto, la realidad es muy tozuda y siempre termina apareciendo, asomándose por algún sitio, esto hay que tenerlo en cuenta. Los sentimientos deben poder ser contrastados con la realidad: eso es lo que construye la intimidad. En esto la intimidad es muy exigente. El que descubre la propia intimidad, el que descubre su yo, debe necesariamente estar de acuerdo consigo mismo. Aunque parezca extraño, la compañía de uno mismo es la más exigente, si lo que se encuentra no gusta, la huida es inmediata. Siempre hay un «paraíso artificial» para recibirnos.