El niño nace en la intimidad de sus padres y desde muy temprano tiene manifestaciones de poseer intimidad, pero no tiene verdaderamente una intimidad propia, pues comparte la de sus padres; lo comparte todo, incluso la cama y le gusta dormir en el lecho de sus padres, por eso el niño no tiene pudor y de pronto pregunta: «¡Mamá! … ¿es esta la señora gorda que iba a venir?»; por eso también todo es suyo y le da igual jugar con sus juguetes que con los ceniceros de cristal del comedor: «lo suyo» es un aprendizaje social, parte importe de la educación que se les da. El niño aprende a descubrir y a moverse el mundo desde la intimidad de sus padres por ello no tiene inconveniente en acoger las relaciones de los padres como propias, acoge las relaciones como acoge todo lo demás que encuentra en el hogar. La intimidad de los padres es como una prueba general de vivir en una intimidad y en un hogar. Esta va a ser para la persona la medida universal, todo se compara con el hogar de los padres y los ambientes de la infancia.
Cuando llega la adolescencia y con ella la irrupción de la intimidad, la adolescente quinceañera cierra en un cajón con llave “sus” tesoros (una flor seca, una postal de un viaje, fotos …aunque eso del cajón era antes, actualmente todos estarán en el smartphone). Ahí, en su habitación, en su pequeño hogar que es aún un apéndice de otro, se juntan intimidad y sentimientos. De ahí todos en su casa están excluidos, especialmente su madre, nadie puede mirar. A la vez se pasa horas y horas mirando y oyendo a Justin Bieber en Internet, porque tiene la necesidad ineludible de forjarse una identidad y para eso necesita, busca ansiosamente, modelos.
Por tanto, la intimidad irrumpe netamente en la consciencia personal durante la adolescencia. Tanto que se podría definir la adolescencia como toma de conciencia de querer una intimidad propia. Al principio como todo en el crecimiento se prueba la novedad, por eso hay que retarse con los padres y precisamente diferenciarse de ellos, porque es de su intimidad de la que se sale, de la que hay que diferenciarse. También está la necesidad de juzgar desde valores propios, de cribar las opiniones desde el prisma de los propios valores y comprobar su solidez. Estos valores ya no son los de los padres, sino una mezcla entre los recibidos y otros nuevos que el adolescente encuentra en el ambiente de amigos que es donde se desenvuelve ahora.
En sentido negativo, cuando encontramos un adulto que no tiene pudor, es decir que no protege su intimidad, por ejemplo, cuando nos encontramos a alguien en el autobús, que dice cosas en alto o canta, resulta muy difícil saber cómo reaccionar, aflora la convicción de que algo en esa persona no va, aunque sea sencillamente excesivo alcohol. Sabemos justamente que algo pasa por el comportamiento chocantemente desinhibido: lo humano es tener intimidad, sentir pudor (aunque también hay algo de forzado en esas intimidades compartidas con extraños a la fuerza de la sociedad actual, como es precisamente el metro, o el autobús).
Tenemos aquí una afirmación interesante: el pudor es la protección de la intimidad, de ese núcleo que define cada persona y su mundo: sus amores, que dice lo que es, un centro personal que necesita ser protegido, que no se comunica así como así, es más que su esencia consiste en poder ser comunicado cuando la persona lo crea conveniente y que por tanto debe poder ser guardado. No somos, ni queremos ser transparentes, porque como muy bien dice C. S. Lewis: «si fuésemos transparentes no se nos vería». Somos seres que tienen una intimidad y la protegen, y precisamente su autonomía está en podar mostrar o no cuando lo consideren oportuno o con quien consideren oportuno. El pudor está en el juego de la madurez.
La aparición de la intimidad está ligada a la búsqueda del otro. No en vano la intimidad aflora cuando se desarrollan los caracteres sexuales secundarios y afora explícitamente a la conciencia la atracción sexual. Una nueva comprobación de que sexo e intimidad van ligados, de que el sexo está en el centro de la intimidad y es una de los impulsos que contribuye a su formación. La intimidad está ligada de modo amplio a la búsqueda de personas adecuadas para el diálogo personal, para la amistad (de nuevo la constatación de que la adolescencia es el lugar de la amistad, del peso de los amigos en nuestra vida), y también para el contacto sexual. Intimidad y relaciones van ligadas.
A nivel biológico con la pubertad y la irrupción de la sexualidad aparece el impulso de ir a buscar al otro. En el nivel psicológico aparece una acuciante necesidad de compañía, de no estar sólo, aunque se viva en la incertidumbre, ya que la misma inmadurez del momento hace a la persona insegura: ¿seré capaz de amar? o mejor, lo que se piensa es que nadie nos amará… ¿qué puede descubrir en mí? La soledad, que se siente como una herida, es el reflejo existencial de esa necesidad de relaciones. Superar la soledad se ve, ya desde la adolescencia (uno de los signos de la adolescencia es precisamente la aparición de la conciencia de estar solo), como una de las claves de la existencia. En una de las escenas de Adán en la Biblia, que es un mito que se encuentra en el núcleo de la civilización occidental, la razón por la que Adán busca entre los animales es porque «no es bueno que el hombre esté sólo» (Génesis 2,18) y por eso lo que está buscando en primer lugar es alguien semejante, está buscando a la mujer, a la pareja, a alguien con quien fundar un hogar, alguien con quien compartir la intimidad.
Desde este punto profundo somos animales sociales, que se forjan en la relación con sus congéneres.