“Dos amores construyeron dos ciudades: el amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo, la ciudad de Dios; el amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios, la ciudad terrena” (San Agustín, La Ciudad de Dios, 14,28).
Yo he leído realmente La Ciudad de Dios hace muchos años y solo ahora me he dado cuenta de la dicotomía radical que plantea el texto. Amor de Dios y amor de uno mismo fundan ciudades diferentes.
Primera idea por el término ciudades hoy pondríamos culturas. Agustín lo pone en el sentido de civilizaciones, hay que darse cuenta que él vive en la cultura de las ciudades-estado, que originan imperios enteros o zonas de influencia. Son formas de entender el poder, la organización de la sociedad, etc. Por ello pienso que utilizar cultura sería lo correcto.
Por tanto el amor funda la cultura. ¿En qué sentido?: el amor es la elección última, la que indica el fin. El amor es el motor que genera la cultura y la genera según aquello a lo que ama, aquello que busca conseguir, aquello a lo que se dirige. Me parece muy lúcida y muy profunda esta idea de que es el amor lo fundante de la cultura. El mismo Agustín la resumen eficazmente en otro lugar cuando dice que: amor meus, pondus meus, que se puede traducir por mi amor es mi peso, mi ley gravitatoria, aquello alrededor de lo cual giro, que establece el orden de mi mundo.
En el texto, ciudad-cultura se entiende también como referido a la persona individual. Para nosotros esta idea es muy asequible, cada persona tiene una propia cultura personal. Lo sorprendente es que Agustín haya llegado a ella y lo haya hecho formar parte de su libro. La idea de que con La Ciudad de Dios, Agustín no pretendía hablar de ciudades-estado reales, ni de organización política, sino que se refiere al mundo interior de las personas, no hace sino reafirmar este punto.
Vamos entonces a la idea central expresada: hay una disyuntiva radical: amor a Dios y amor a uno mismo no pueden ir juntos. Si se quiere amar a Dios hay que despreciarse a uno mismo y si se quiere amar a uno mismo se termina, en el mundo de Agustín, despreciando a Dios.
Es imposible exagerar la influencia de esta idea en la historia, por mucho que intentemos expresarlo nos vamos a quedar cortos. El cristianismo práctico, la cultura cristiana en su expresión cotidiana, es decir en la vida de millones de personas a lo largo de la historia desde Agustín que lo escribió (425), se ha nutrido de ella. Se ha insertado tan profundamente en el cristianismo, en todas sus expresiones, que ya resultan casi imposibles de separar: o se ama a Dios o se ama a uno mismo.
Si se emprende el camino de amar a Dios, de aceptar a Dios en el universo como su fuerza creadora y fundante, entonces hay que despreciarse a uno mismo. Es decir, para la persona que ama a Dios, no hay un camino para aceptar la propia presencia en el universo, debe despreciarse, en ese universo no tiene una posición aceptable, no tiene una justificación, es algo a rechazar: no tiene cabida. No exagero porque la palabra «desprecio» admite pocos matices. Emocionalmente estamos ante la emoción básica de asco o rechazo, que implica sacar de la experiencia a aquello que es objeto de asco o rechazo. Es decir meter a Dios implica sacarse a uno mismo de la experiencia de la vida en el universo, de la propia cultura.
El viceversa ya no necesita mucha explicación: amarse a uno mismo implica rechazar a Dios, sacar a Dios de la propia cultura, de la propia vida.
Evidentemente esto es maniqueísmo, el problema de Agustín toda la vida. Maniqueísmo implica concebir el mundo con dos principios realmente presentes: el bien y el mal, ambos operativos y combatiendo entre sí. Aquí es la oposición entre el amor a Dios (bien) y el amor a uno mismo (mal).
En la historia cultural la idea de Agustín ha tenido tanta fuerza que quien ha puesto al hombre en el centro de la cultura ha debido sacar a Dios y la disyuntiva ha sido amor al hombre junto a ateísmo, por un lado, y por el otro amor a Dios, mundo jerarquizado, donde el hombre, cada vida concreta individual no es el sujeto de los derechos.
Como ejemplo de esta idea pongo la revolución francesa donde la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano es realizada por los mismos que persiguen a la iglesia. Han debido hacer profesión de ateísmo para poder afirmar los derechos del hombre. Esta es la historia. Agustín ha tenido un peso muy importante con ese libro suyo sobre la historia: La Ciudad de Dios, todavía no nos hemos sacudido del todo su influencia.
La idea de que sea posible entender el universo integrado, es decir un universo donde entre Dios y entre uno mismo como compatibles, trabajando en el mismo sentido, desaparece. Desaparece la idea de que para amar a Dios hay que amarse a uno mismo, que es lo primero que nos ha dado Dios. Esta es precisamente la idea antagónica: Una concepción de acuerdo y armonía del universo que contiene a Dios. Dios nos ha creado y somos por tanto obra suya y por eso radicalmente buenos y amables (dignos de ser amados).
Desde un punto de vista antropológico tenemos dos ideas de persona antagónicas: la idea de Agustín, donde la persona es un terreno de conflicto, en el que la persona busca el desprecio de sí mismo, la idea contraria de que la persona debe amarse a sí misma en primer lugar, como la primera y permanente responsabilidad que tiene en este mundo. La idea de Agustín es de permanente conflicto interior, porque la persona tiene que llegar al desprecio de si mismo, es decir se debate entre dos fuerzas (Dios y el sí-mismo) y debe, en conflicto permanente, hacer triunfar la que es contraria a sí mismo. El conflicto es permanente porque lo que debe rechazar es precisamente a sí mismo, y, lógicamente, el sí mismo, la idea del yo no desparece de la persona hasta que desaparezca esta.
La idea sobre la que se sustenta una visión emocional de la persona es la segunda: somos, lo queramos o no, el centro de nuestra percepción, y nuestra primera responsabilidad. No podemos eliminar la idea de la persona como centro igual que no podemos eliminar la idea de nuestro cuerpo como el instrumento de todos los instrumentos. Sin cuerpo no hay instrumentos, sin persona no hay mundo, ni por supuesto construcción de significado en este.