Hemos visto que el centro del pudor sexual está la protección frente a una mirada objetivante que convierte al otro, mejor a sus signos sexuales en objeto de placer. Por parte del hombre, este no debe temer la sensualidad de la mujer, como esta teme la del hombre. Hoy hay un fuerte impulso cultural que está cambiando estos roles, que podríamos llamar activo y pasivo, en el inicial conocimiento, digamos, entre macho y hembra, a pesar de eso la afirmación de la mayor sensualidad del hombre, de una mayor capacidad de objetivación en la mirada del hombre, sigue en pie: son los hombres los que buscan la pornografía más que las mujeres, son las mujeres las que tienen miedo de ir por un parque en la oscuridad, etc. Seguramente hay elementos biológicos-psicológicos profundos en esta diferencia de mirada.
En segundo lugar el hombre siente de forma aguda en su interior la propia sensualidad, lo que es fuente de vergüenza. Dada su mayor capacidad de objetivar con la mirada, esta se extiende al propio cuerpo y por ello el hombre posee una vergüenza, un pudor, que podemos llamar primario, sobre las partes del cuerpo ligadas al sexo y que pueden ser vistas como objeto de placer.
Por parte de la mujer el pudor del cuerpo es «casi» secundario, debido a que la objetivación normalmente la descubre en la mirada objetivante del hombre (comérsela con los ojos) y no en la propia, que incluye de una forma más digamos natural toda la persona. De este modo para la mujer la sensualidad es un aprendizaje, («todos los hombres buscan lo mismo»), no algo primario. El pudor consecuentemente es también secundario: viene por así decir forzado por la «mirada» del hombre. Por esto la mujer tiende a ser más descuidada en este aspecto (no ve directamente el peligro de la objetivación) y consecuentemente los hábitos de pudor adquieren mayormente por el aprendizaje, de hecho la educación en familia insiste mucho más en estos aspectos a la mujer. Además este comportamiento viene subrayado porque la reactividad sexual (la excitación) de la mujer se pone en marcha también via tacto y oído, es decir, no reacciona solo por la vista, que es por el contrario tan importante para el hombre, y por eso la mujer no ve tan apremiante el velar las partes objetivables del sexo.
Como hemos visto en la entrada sobre el pudor, este se vincula a la persona y tiende a excluir que esta sea vista en su relación con los demás como objeto de placer. El pudor es, digamos, el instrumento que se utiliza para dirigir al otro en la relación social, indica lo que quiere que el otro vea en nosotros cuando se produce un encuentro en las relaciones sociales: puede destacar sus valores sexuales, o velarlos dirigiendo al valor global en tanto que persona; en este último caso subraya la intimidad y adquiere el siguiente significado: si me quieres conocer no te fijes en mis valores sexuales, fíjate en mi persona. De este modo el pudor dirige a un conocimiento de la verdad personal que presentamos en sociedad o en las relaciones personales.
Una tercera conclusión sería constatar que las diferencias entre hombre y mujer respecto al pudor y, por tanto, en la presentación de los valores sexuales, establece un dialogo entre los dos sexos que marca profundamente las relaciones entre hombres y mujeres y por ello marca en profundidad toda la vida social. El sexo está en todas las relaciones humanas de un modo más o menos explícito.
Es importante incluir ahora la función del enamoramiento, que como hemos indicado es una apertura y un descubrimiento del otro como belleza, por tanto en la integridad de su ser persona. Una vez que ha comenzado este descubrimiento del otro, que empieza por tanto a través del conocimiento de su ser persona y por tanto de su intimidad, de su verdad personal, se inicia un proceso de apertura también en relación al cuerpo.
Es la ley de la absorción del pudor por el amor. Esta es una ley emocional en sí misma. El pudor es de la familia del miedo por lo que también se podría denominar: ley de la absorción del miedo por la confianza. Se pasa de estar centrado en la propia seguridad, que es donde nos sitúa el miedo y por tanto el pudor y la vergüenza, a entrar a través del amor en una relación de confianza, en la creación de vínculo y pertenencia. Por tanto, en el terreno de las necesidades se pasa de seguridad a vínculo y pertenencia.
A la persona de la que alguien se enamora y por tanto valora y se siente a su vez valorado en modo global como persona, con un proceso que es natural, y que además se experimenta interiormente como natural, se le comienza a abrir la intimidad con todos sus mansiones. La intimidad, y el pudor que es su puerta, no es, por tanto, algo que se abandona, es algo que se abre, que se dona, es una donación a una persona concreta y con un sentido concreto. Cuando lo sexual va implícito, es señal de existencia de capacidad de donación, de intimidad rica y de dominio: me doy a quien yo quiero, por eso doy más, la persona se ilumina de sentido.
«Por eso todo desvelamiento (de la verdad personal) que no esté al servicio del amor es exhibicionismo… no todo debe ser revelado en cualquier momento. En el silencio del amor que se encubre a si mismo y a la verdad, hay más verdad que en toda desamorada entrega» (Han Urs von Balthasar).
Este es el sentido del pudor: la protección de la verdad personal, de la intimidad ‑espiritual y corporal‑, cuando ya solo queda el pudor corporal, ya no queda nada que tapar. Cuando el cuerpo se ofrece separado de la intimidad, no responde a una persona, se ofrece como objeto y en cuanto tal tiene una dimensión de mercancía, que se usa y se deja. Esta dimensión, lo sabemos muy bien, la tiene la sexualidad. Por eso la sexualidad tiene que ver con nuestra dignidad como personas, o nos hace objetos o nos personaliza del modo más profundo.
Por todo esto el pudor personal tiene que ver con el silencio: silencio del lenguaje del cuerpo, y se relaciona también con lenguaje hablado: es hablándose como dos personas se enamoran, contándose la intimidad. Por eso hay una intimidad (sean afectos, sean palabras) que se reserva para el propio amor.
El proceso de apertura del amor, tiene en la actuación del pudor un elemento determinante. El pudor ayuda a abrir la verdad personal, y lleva naturalmente también a la unión de los cuerpos. Es más la unión sexual tiende precisamente a eso a fundir a los dos en uno, también corporalmente.
«El contacto sexual y afectivo de los cuerpos no tiene sólo el efecto de fecundar, sino también de impregnar, es decir, de hacer que todos los elementos de nuestra sustancia se insinúen y se esparzan en la otra humanidad. Naturalmente, la impregnación de los cuerpos no es más que el apoyo de una impregnación psíquica, moral y hasta mística. De ahí la impresión y tal vez la realidad de habitar el uno en el otro, de una especie de presencia de uno dentro del otro, que no desaparece con la ausencia y que acaso se hace más viva cuando la vida física comienza a apagarse» (Antonio Ruiz Retegui).