Por paradójico que parezca, quien no ha experimentado la soledad no es hombre. Ser hombre es experimentar la soledad, sentir su mordisco en las entrañas, notar la fundamental carencia de un seno materno, de alguien que venga en la noche, cuando hay tormenta y lloramos. Quien no ha vivido esto y lo ha aceptado y lo ha asimilado, no es hombre: se convierte en una roca, en un objeto, en insensible. La independencia sugiere: “vuélvete insensible”, “estabilízalo todo”, “sé tú mismo”, “no sientas la necesidad de compañía, no te la reconozcas, desvíala siempre que la encuentres”, porque sabe que el sentimiento puede hacerte débil, trajinarte, arrastrarte por el suelo … ¡y es verdad!. Lo mejor es la insensibilidad. Hemos hecho, todos, todos y durante mucho tiempo, de la insensibilidad un ideal, el único posible y nos cuesta reconocer que somos un niño asustado, nos cuesta reconocer que lloramos y el valor de nuestras lágrimas, nos cuesta quitarnos los caparazones, las corazas que descubren al niño asustado, … y todo por temor, por miedo, … ¿qué fuerzas no aparecerían si dejásemos libre nuestra capacidad de sentir?
Todos sabemos que la ternura es la fuerza más grande de este mundo y la hemos tapado, la hemos sepultado, los buenos y los malos, los solitarios y los presuntamente acompañados (presuntamente porque sólo la ternura abre la puerta a la compañía). Nos hemos obligado al papel, que es falso, que es representación, del independiente, del adulto: “los hombres no lloran”, ya nos lo dijo nuestro padre aquella noche de la tormenta, aquella noche de nuestra soledad primera: en el mismo acto de la ternura ya estaba implícita su negación.
No conocemos los caminos de la ternura. Esta se ha hecho totalmente opaca. No la conocemos. Sin embargo la ternura es la negación de la soledad, la única vía para la salida de la soledad y para el encuentro. Un ser material se encuentra necesariamente en la ternura. No hay encuentro sin ternura. La ternura es la gran asignatura pendiente, incluso aunque hablamos mucho de ella, y muchos han reconocido su valor primordial, y yo mismo escribo ahora de ella, de su necesidad, pero yo mismo no sé vivirla. La ternura es el lenguaje del corazón, el único camino hacia su centro. Las paredes del seno materno y después del hogar, de cualquier lugar que merezca llamarse hogar, están hechas de ternura. Un hogar sólo, sólo, sólo, infinitas veces sólo, se puede construir con la ternura. Hay hogar en la medida que hay ternura, ternura real.
Una muestra de nuestra incapacidad para la ternura es nuestra incapacidad para las lágrimas. “¡Los hombres no lloran!”, porque pensamos que la persona debe poder afrontar sola los miedos. Entonces, ¿quién llora? “¿Solo los niños y las mujeres?”. Parece que a ellas se les ha concedido el privilegio, “porque son seres débiles”. Esto lo dice el independiente desde la pretendida superioridad en la que intenta instalarse, buscando relegar el llanto y a quien llora al mundo de lo irracional. Por eso busca exorcizarlo con un privilegio, como si eso lo sacase del lenguaje del corazón para racionalizarlo y hacerlo aséptico, así no tiene que ocuparse de él: “¡cosas de mujeres!”. Porque la fuerza del llanto le supera, y se hace necesario matar su efecto rompedor de defensas personales. El independiente, con su afán de conquista y su lenguaje de lucha, tiene miedo, pavor, terror a la ternura, es su enemigo directo, opuesto, frontal.
El llanto es también negación de la pretensión de independencia. Con las lágrimas (si son verdad, porque se puede mentir en esto, o aparentar, o enrabietarse) sale nuestra intimidad real, la de un ser necesitado, la persona vulnerable que somos. Al llorar surge a borbotones nuestra incapacidad de comprender el mundo en que vivimos, nuestra dificultad de vivir en él, solos, nuestro darnos de cabeza contra nuestros límites. Pero lo hace en forma de aceptación, de aceptación de la propia vulnerabilidad, de nuestros límites; por eso es directamente un puente hacia los demás. Solo quien acepta sus límites puede tender puentes a los demás, puede sentir la compañía, puede dejar de estar solo. Si no acepta sus límites, ¿desde dónde se tienden los puentes? El que llora está aceptando sus límites; por eso el llanto es siempre una petición de ayuda, de compañía, de comprensión. El llanto significa que me veo como soy: limitado; nos hace aceptar algo que de otro modo parece muy difícil: reconocer que somos un ser vulnerable y superar así ese miedo que es el que origina al independiente. Al llorar nos humanizamos, porque nuestra esencia es ser vulnerables y muchas veces se hace la claridad: se ha entrado en la profundidad de la propia verdad.
El llanto es una petición de ayuda, tan clara, que nos avergüenza, porque estamos enseñados a vivir solos, esto es algo que nos machacan desde pequeñitos. Nos hemos creído que debemos ser independientes y no se puede mostrar tan a las claras que no lo somos, que no somos perfectos. Se me había olvidado decir que el independiente es perfecto, todo es perfecto en él y debe ser perfecto: va siempre detrás de un ideal de perfección. Por eso, nos parece contrario a nuestra dignidad el mostrar las debilidades; esto hace aflorar la vergüenza: el llanto expone la debilidad a la mirada externa. De un modo muy profundo hemos confundido dignidad e independencia. En este punto nos hemos puesto de acuerdo, aunque muchas veces el llanto, por su sinceridad intrínseca, por la claridad con que echa fuera la intimidad, desarma, al que llora y a quien lo ve, abre nuestras puertas, nos hace mostrar nuestra ternura. Las lágrimas no son agua, son una intimidad que no cabe dentro, son nuestra necesidad imperativa de comunicación que se ha hecho líquida al chocar contra los obstáculos y acaba brotando de golpe, rompiendo con todo. Por eso nos hace tanto bien llorar.
Llorar nos pone en condiciones de tender un puente hacia los demás. Y, si alguien nos ve llorar, su comprensión significa eso: yo también soy limitado y por eso te comprendo. El hecho de aceptar el límite lleva en sí su superación, porque al fijarlo se ve que hay un más allá. Por eso al llorar, en el mismo hecho de aceptarlos, se trascienden los límites. Por eso el llanto también tiende puentes, lo que nos permite ser algo más grande: somos dos. Es importante no olvidar un hecho: la ternura es siempre recíproca, asunto de dos, de dos que se consideran mutuamente iguales. Solo hay comunicación real en la igualdad. La ternura tiende ese puente, hace iguales.
Por eso la ternura (la ternura realizada, porque también hay ternura ofrecida y rechazada) es siempre dar y recibir. Un dar y recibir que trenza las dos vidas en una: eso es el puente. La reciprocidad es una exigencia totalmente imprescindible para que la ternura sea real. En la ternura siempre se da y siempre se recibe. Si no estoy dispuesto a dar, no sé recibir, si no sé recibir, no puedo dar. Hay gente que no sabe dar y la hay, más de lo que se piensa, que no sabe recibir. Si no se sabe dar y recibir, la ternura puede ser una trampa, un refugio, un búnker donde protegerse de la dureza de la vida, pero a costa de la sustancia de otra persona que entonces se vacía. Si no hay reciprocidad la ternura es una trampa para quien es opaco a ella e impone un desgaste a quien da y no recibe. De la ternura como trampa es difícil salir, pues se termina concibiendo como un derecho, lo que es la donación más valiosa y, precisamente por ello, más gratuita. La persona se hace opaca a la persona y manipula la ternura convirtiéndola en un algo, un algo que se necesita. Al hacer eso la pervierte, pues la está afectando en su esencia: donación de una persona, de su intimidad.
Sin embargo, la ternura nos da miedo, porque nos da miedo la materia de que estamos hechos. Nos da miedo lo material y no hay nada más material que la ternura. Esa es nuestra contradicción esencial: un ser material al que le da miedo la materia, por tanto, al que le da miedo ser él mismo, y se ha buscado todas las salidas posibles, todos los escapes: “soy espíritu”, “solo viviré realmente en otra vida, cuando deje esta cárcel”. Un ser que considera que aquello de lo que está hecho es una cárcel, un ser que se considera a sí mismo una cárcel: ¿no es la máxima contradicción? Por eso su vehículo de comunicación más profundo, que está hecho del material de su cárcel, está totalmente obturado: se considera también una cárcel. Consideramos la ternura una cárcel, una trampa, una cadena. Y aunque ahora nos hagamos razonamientos positivos sobre ella, la seguimos considerando así, porque seguimos sin saber vivirla. Nos consideramos un ser arrojado, expulsado, un ser que no está donde debería estar, un ser nostálgico. Somos un ser que no se vive, que no sabe vivirse, que no ha descubierto sus lenguajes, que no ha descubierto el camino a su corazón, que no ha descubierto la ternura.
La soledad permanece mientras no descubrimos la ternura. La soledad sólo se supera cuando de verdad estás ahí cogiéndome de la mano. Cogiéndome a mi, no a mi mano. Esta es la trampa de lo material: como no conocemos lo material, lo hemos exorcizado diciendo que es lo que se ve, lo que se puede experimentar en nuestros laboratorios. Hemos sustituido la materia por el laboratorio, la hemos llevado allí, porque nos daba miedo y afirmamos y volvemos a afirmar que la materia es “sólo” lo que se ve en el laboratorio. Esto ha llegado a ser tan fuerte que parece que mientras haya laboratorios no habrá ternura. El laboratorio no distingue una mano de otra: todas son manos. El laboratorio ni siquiera distingue algo tan diferente como el tacto de una mano cortada del tronco, del tacto de una mano verdadera. El laboratorio no sabe lo que quiere decir eso “mano verdadera”, algo que para la ternura es evidente. Para la ternura hay tactos y manos verdaderas y todas las manos son distintas, increíblemente distintas. Para la ternura existes “tu” y existo “yo”, y es la única manera de saberlo. Para el laboratorio no tiene sentido, ningún sentido, “tu” y “yo”, sólo ve carne y piel.
Hemos tomado nuestro ideal de las máquinas: son insensibles, siempre responden. Hemos hecho un ideal de la respuesta siempre igual, exacta, matemática. Hemos hecho de las matemáticas nuestro conocimiento de la vida. Las máquinas son el laboratorio que trata de dominar la vida cotidiana. El ideal es un robot: lo hace todo y lo hace siempre y lo hace igual. ¡Qué poco fiable resulta el hombre a su lado! Ese ser débil, excesivamente vulnerable. El ideal máximo será ese; hacer hombres que sean iguales exactamente iguales, … y lo estamos logrando, ya estamos cerca de ello: “¿por qué todos diferentes?”, “¿por qué imprevisibles?”, “hay que saber a qué atenerse”. Otra vez todos nuestros miedos a flote, surgiendo donde no esperábamos: “hay que controlar, controlar”. “Resulta claro que las máquinas nos superan, que nos superarán, lo harán todo, se posesionarán de nuestro mundo”. Los miedos a la materia no han disminuido al meterla en el laboratorio, sino que se han multiplicado. Hemos entrado en una pugna entre el laboratorio, que invade la vida con sus máquinas y sus robots, y el hombre, débil, inconstante, falible, necesitado de ternura. Hemos entrado en una pugna irremediable, apocalíptica, entre la razón y el corazón, entre los sentimientos y los razonamientos, entre la ciencia y la ternura.
Pero es importante no olvidar que nuestro “yo”, ese niño asustado que llora en la noche, es opaco al juicio de la razón y transparente a la ternura; que la razón nos disecciona y la ternura nos recupera, nos abre y nos da lo mejor de nosotros mismos. La ternura nos conoce y la razón del laboratorio no. El juicio nos objetiva, nos hace cosa, por eso nos cuesta tanto vernos simplemente juzgados y la ternura nos hace persona, nos devuelve ese ser único que la inquietud nos lleva a buscar. Por eso, el juicio nos desasosiega, vernos juzgados nos asusta, mientras que la ternura nos da paz.
De todos modos el error es considerar que hay una guerra entre juicio y ternura, entre razón y corazón: no es una guerra real, es una guerra aparente creada por nuestros miedos. Mientras no superemos el aparente conflicto, la ternura se lleva la peor parte. La ternura integra lo material en la verdad personal que somos, por eso no puede existir mientras hay separación, mientras la materia es un sector aparte, desgajado, mientras la materia está en conflicto con el hombre, porque el hombre es materia. La ternura no existirá mientras siga existiendo el conflicto con nosotros mismos. Mientras no superemos el miedo a la materia, mientras no entremos en la verdad de nuestro ser material, no habrá ternura y sin ternura la soledad seguirá clavándonos su mordisco. Y, a la vez, la soledad es el camino para descubrir la ternura, quien no experimente la soledad, quien no la viva, no descubrirá la ternura, no será un hombre.
Por último, hay una conexión estrecha entre ternura y esperanza. La ternura es lenguaje. Quien muestra ternura hace una apuesta por el futuro de la persona, declarando, que su vida es valiosa por encima de la debilidad. Quien muestra ternura no dice “ahora estoy aquí”, sino que habla de un modo intemporal “estoy aquí”, “estoy aquí para ti”. La ternura supera el tiempo, está por encima del tiempo. Para mostrar ternura hay que tener esperanza. Quien no tiene esperanza, no puede mostrar ternura: la instrumentaliza. Si es ternura para un rato, ya no es ternura lo que se ofrece, sino necesariamente algo “para mi”: un osito de peluche para dormir, un juguete, un instrumento y, entonces, el “tu” no me interesa, porque el otro, su vida, es tiempo. La ternura tiene los rasgos de la esperanza, una coincidencia sorprendente: te da el futuro ya, te promete una continuidad de amor: “estoy contigo”. Al dar el futuro, da seguridad. Quien recibe ternura está seguro. La seguridad no viene de la violencia, viene de la ternura. Apoyado en la ternura que me han mostrado, el futuro me es posible, se me abre. Cuanto más futuro es necesario, más ternura es necesario mostrar. Por eso a los niños es imprescindible darles ternura, para que puedan afrontar su vida y el simple hecho de tener un hijo es una apuesta apoyada en la esperanza, que afirma: tengo reservas inagotables de ternura para que vivas, para que te puedas apoyar en ellas. La ternura es la esperanza materializada. Ternura es un nombre de la esperanza.
Sentir la soledad, es reafirmarte y descubrir que el que tiene que navegar por los océanos de esta vida, eres tú mismo contigo mismo y con todo tu valor`, que es mucho.
Gracias Antionio por este artículo tan interesante como siempre.
Buenas noches y un saludo.
Mariángeles San Millán B.
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