Es una película del año 1994, que tuvo un éxito inmenso (7 nominaciones a los Oscar, 2 a los Globos de Oro) en mi opinión realmente merecido. Film Affinity resumen así su argumento: Acusado (falsamente) del asesinato de su mujer, Andrew Dufresne (Tim Robbins), tras ser condenado a cadena perpetua, es enviado a la cárcel de Shawshank. Con el paso de los años conseguirá ganarse la confianza del director del centro y el respeto de sus compañeros de prisión, especialmente de Red (Morgan Freeman), el jefe de la mafia de los sobornos. El “falsamente”, que Film Affinity no recoge, es a mi entender la clave para entender al protagonista, el generador de su fuerza personal, que es inmensa. No merece la pena indicar más para dejar que si no has visto la película, algo que es difícil, la veas.
ser persona
Pudor sexual
Se puede definir el pudor sexual como pudor del cuerpo respecto a las partes y órganos que determinan el sexo. El vestido, en este caso, puede servir tanto para ocultarlos como para ponerlos en evidencia. El pudor no se identifica de manera sencilla con mayor vestido (aunque si hay una correlación), ni el impudor con la desnudez (tenemos el ej. de esas tribus de la zona tropical que llevan caracteres sexuales descubiertos, por motivo del clima, y el taparlas origina la reacción de una mayor atracción física).
El hogar, objetivación de la intimidad
Siguiendo la entrada reciente sobre el hogar, podemos concluir que el hogar es la materialización de la intimidad, o si se prefiere, en la terminología de Hegel, la objetivación de la intimidad. En el hogar, en sus paredes, en cada uno de sus rincones, en su aspecto general, se materializa esa intimidad común que se constituye entre las personas que en él habitan y de acuerdo con el peso que cada uno tiene en esa convivencia. En esa materialización se objetiva su modo de enfocar su relación, la importancia que dan a los diversos aspectos de la vida que hacen en común, muchos aspectos afectivos y materiales.
Basta entrar en el salón de una casa, sin necesidad de que estén sus ocupantes, para saber qué tipo de hogar hay constituido: si hay libros en las estanterías del salón y que tipo libros hay, de quién y cuantas son las fotografías, qué tema y estilo tienen los cuadros, una foto del abuelo militar en destacado, que indica la importancia para los ocupantes, qué otros adornos hay, que orden hay en la casa y cómo es importante o no el orden para sus ocupantes. Si hay niños y cuanto peso tienen en la casa se nota en los juguetes que aparecen o no en el salón. Se pueden establecer tertulias en ese salón o todo gira alrededor de la televisión, etc., etc., montones y montones de detalles que reflejan cómo viven las personas. Los programas de la televisión ya han llegado a esta conclusión de que las casas objetivan vidas, y nos las muestran materializadas y nos muestran interiores de casas, mostradas por sus habitantes para ver diversos modos de vivir, de entender la existencia, de situaciones existenciales diferentes. Porque la casa, como ninguna otra cosa, revela la situación del ser, de lo que son, afectos, valores, etc., pero también el tener de sus habitantes, que capacidad material tienen y como han usado esa capacidad de tener para organizar sus vidas. Por tanto, a través de todos esos detalles vemos vidas, sus afectos, sus ilusiones, su modo de enfocar la vida, sus recuerdos, su pasado o la ausencia de ello, todo nos muestra el modo en que se concibe la vida y cómo se está afrontando, que se tiene y que se quiere.
También podemos descubrir si la casa, y la vida, es un lugar de paso, precario, a la espera de un nuevo cambio, o un lugar donde estamos instalados sólidamente, con fuertes raíces, si estamos apegados a los recuerdos de nuestra vida o los hemos eliminado, todo encuentra su expresión. Somos un espíritu material, que se materializa, que se expresa en esa materialización y hacemos constantemente, con cada cosa que hacemos. Esta es una característica del ser persona: la persona se objetiviza con su modo particular y peculiar de ser en cada cosa que hace.
Hasta el vagabundo sin hogar se hace con unos cartones, y arrastra esas pocas y precarias pertenencias en un carro de supermercado, necesita trasladarlas consigo, necesita un hogar que en este caso expresa toda la precariedad de su existencia. El hogar es algo natural al hombre, algo necesario en su expresión cultural, algo necesario para vida, tanto material como afectiva. Nuestros antepasados ya vivían en cuevas y las transformaban, las pintaban, las decoraban. Seguimos haciéndolo, seguimos necesitando nuestra cueva, aunque hayamos aprendido a hacerlas por todos lados.
También esos detalles reflejan nuestra cultura, que también son afectos y modo de concebir la existencia, en este caso común. No son solo reflejo de individualidad, sino de eso común que compartimos, son cultura, son nuestras raíces como grupo humano, afectivo y que ha aprendido a relacionarse con el ambiente físico en el que vive, y lo ha reflejado en su modo de construir sus hogares. Incluso nuestro hogar refleja nuestra identificación o no con esa cultura que constituye nuestras raíces, o la mezcla de culturas refleja que la persona es inmigrante y trae su propia herencia y hasta qué medida está asimilando aquella en la que vive, o las ha integrado en un todo armonioso.
De modo similar al hogar el hombre y la mujer se objetivizan y personalizan, esta es la terminología actual para este fenómeno y es etimológicamente adecuada porque lo hacen por ser personas, todos los lugares que ocupan, en la medida que les resulta posible y eso hacen con su lugar de trabajo, con la habitación del hospital donde están durante largo tiempo, con la cárcel, etc. El hombre y la mujer llevan consigo como un fenómeno que se manifiesta siempre esta necesidad de objetivizarse, de humanizar, de personalizar, todos los lugares en los que están.
La intimidad: su evolución y crecimiento
El niño nace en la intimidad de sus padres y desde muy temprano tiene manifestaciones de poseer intimidad, pero no tiene verdaderamente una intimidad propia, pues comparte la de sus padres; lo comparte todo, incluso la cama y le gusta dormir en el lecho de sus padres, por eso el niño no tiene pudor y de pronto pregunta: «¡Mamá! … ¿es esta la señora gorda que iba a venir?»; por eso también todo es suyo y le da igual jugar con sus juguetes que con los ceniceros de cristal del comedor: «lo suyo» es un aprendizaje social, parte importe de la educación que se les da. El niño aprende a descubrir y a moverse el mundo desde la intimidad de sus padres por ello no tiene inconveniente en acoger las relaciones de los padres como propias, acoge las relaciones como acoge todo lo demás que encuentra en el hogar. La intimidad de los padres es como una prueba general de vivir en una intimidad y en un hogar. Esta va a ser para la persona la medida universal, todo se compara con el hogar de los padres y los ambientes de la infancia.
Cuando llega la adolescencia y con ella la irrupción de la intimidad, la adolescente quinceañera cierra en un cajón con llave “sus” tesoros (una flor seca, una postal de un viaje, fotos …aunque eso del cajón era antes, actualmente todos estarán en el smartphone). Ahí, en su habitación, en su pequeño hogar que es aún un apéndice de otro, se juntan intimidad y sentimientos. De ahí todos en su casa están excluidos, especialmente su madre, nadie puede mirar. A la vez se pasa horas y horas mirando y oyendo a Justin Bieber en Internet, porque tiene la necesidad ineludible de forjarse una identidad y para eso necesita, busca ansiosamente, modelos.
Por tanto, la intimidad irrumpe netamente en la consciencia personal durante la adolescencia. Tanto que se podría definir la adolescencia como toma de conciencia de querer una intimidad propia. Al principio como todo en el crecimiento se prueba la novedad, por eso hay que retarse con los padres y precisamente diferenciarse de ellos, porque es de su intimidad de la que se sale, de la que hay que diferenciarse. También está la necesidad de juzgar desde valores propios, de cribar las opiniones desde el prisma de los propios valores y comprobar su solidez. Estos valores ya no son los de los padres, sino una mezcla entre los recibidos y otros nuevos que el adolescente encuentra en el ambiente de amigos que es donde se desenvuelve ahora.
En sentido negativo, cuando encontramos un adulto que no tiene pudor, es decir que no protege su intimidad, por ejemplo, cuando nos encontramos a alguien en el autobús, que dice cosas en alto o canta, resulta muy difícil saber cómo reaccionar, aflora la convicción de que algo en esa persona no va, aunque sea sencillamente excesivo alcohol. Sabemos justamente que algo pasa por el comportamiento chocantemente desinhibido: lo humano es tener intimidad, sentir pudor (aunque también hay algo de forzado en esas intimidades compartidas con extraños a la fuerza de la sociedad actual, como es precisamente el metro, o el autobús).
Tenemos aquí una afirmación interesante: el pudor es la protección de la intimidad, de ese núcleo que define cada persona y su mundo: sus amores, que dice lo que es, un centro personal que necesita ser protegido, que no se comunica así como así, es más que su esencia consiste en poder ser comunicado cuando la persona lo crea conveniente y que por tanto debe poder ser guardado. No somos, ni queremos ser transparentes, porque como muy bien dice C. S. Lewis: «si fuésemos transparentes no se nos vería». Somos seres que tienen una intimidad y la protegen, y precisamente su autonomía está en podar mostrar o no cuando lo consideren oportuno o con quien consideren oportuno. El pudor está en el juego de la madurez.
La aparición de la intimidad está ligada a la búsqueda del otro. No en vano la intimidad aflora cuando se desarrollan los caracteres sexuales secundarios y afora explícitamente a la conciencia la atracción sexual. Una nueva comprobación de que sexo e intimidad van ligados, de que el sexo está en el centro de la intimidad y es una de los impulsos que contribuye a su formación. La intimidad está ligada de modo amplio a la búsqueda de personas adecuadas para el diálogo personal, para la amistad (de nuevo la constatación de que la adolescencia es el lugar de la amistad, del peso de los amigos en nuestra vida), y también para el contacto sexual. Intimidad y relaciones van ligadas.
A nivel biológico con la pubertad y la irrupción de la sexualidad aparece el impulso de ir a buscar al otro. En el nivel psicológico aparece una acuciante necesidad de compañía, de no estar sólo, aunque se viva en la incertidumbre, ya que la misma inmadurez del momento hace a la persona insegura: ¿seré capaz de amar? o mejor, lo que se piensa es que nadie nos amará… ¿qué puede descubrir en mí? La soledad, que se siente como una herida, es el reflejo existencial de esa necesidad de relaciones. Superar la soledad se ve, ya desde la adolescencia (uno de los signos de la adolescencia es precisamente la aparición de la conciencia de estar solo), como una de las claves de la existencia. En una de las escenas de Adán en la Biblia, que es un mito que se encuentra en el núcleo de la civilización occidental, la razón por la que Adán busca entre los animales es porque «no es bueno que el hombre esté sólo» (Génesis 2,18) y por eso lo que está buscando en primer lugar es alguien semejante, está buscando a la mujer, a la pareja, a alguien con quien fundar un hogar, alguien con quien compartir la intimidad.
Desde este punto profundo somos animales sociales, que se forjan en la relación con sus congéneres.
La intimidad y el hogar
Imagino que va a sorprender esta entrada sobre el hogar, pero me parece necesaria porque el hombre no es un ser aéreo o etéreo, sino un ser que vive con los pies en tierra y que por tanto necesita un ubi, un lugar… y los sentimientos tienen un papel muy importante en esto.
Como estamos viendo los sentimientos son relación, o mejor, nos ponen en relación con el mundo que pasa a ser nuestro mundo personal. Los sentimientos, nuestra esfera afectiva, lo que se llama en términos coloquiales el corazón es dónde se sitúa el hogar. El hogar es la sede de nuestras relaciones básicas. La intimidad no puede flotar en el aire, necesita un lugar físico, un lugar donde vivir, guarecerse, una vivienda, una cueva, una guarida… Cuando una pareja, o sencillamente una persona, se establece por su cuenta, es decir, no sencillamente ha huido o está de viaje, lo que hace es establecer un nuevo hogar.
El hogar sólo se puede establecer sobre el amor. El amor es la única fuerza capaz de sacarnos de nuestro hogar original para establecer otro nuevo. El punto no es la salida, ya que esta se puede dar por motivos múltiples, sino el establecimiento de un nuevo hogar: es para esto para lo que es imprescindible tener un amor. El hogar es la intimidad de dos, es lo más común, localizada. Tener vivienda es un derecho humano que generalmente las constituciones reconocen (opino que no tanto realmente protegen), y tiene una gran profundidad para el ser humano, que no puede estar siempre en la calle, salvo con un gran desgaste personal y social. Tenemos necesidad de un lugar donde sentirse acogidos, en casa. El hogar sobre todo es una cuestión de sentimientos.
El hogar no es cuestión de cálculos, ni de razonamientos, es un sitio dónde sentirse queridos, comprendidos, acogidos. Cada nuevo amor es, a nivel social, como una revolución, una revolución de dos personas (F. Alberoni) que rompen su nicho original y fundan uno nuevo, salen de su hogar original y fundan uno nuevo. Es justamente por este rasgo revolucionario en lo social por el que el amor está por encima de muchos condicionamientos: raza, cultura, edad, … y le gusta saltárselos para demostrar su fuerza «revolucionaria». El amor es autónomo frente a los esquemas sociales. Su primera función, o al menos una función que siempre incluye, es hacer una nueva “república de mi casa”, un nuevo hogar. Por esto un nuevo amor implica la creación de un nuevo hogar y resulta difícil incluirse en un hogar que no es el nuestro, que no ha fundado nuestro amor.
El nuevo hogar es la intimidad formada entre los dos, no es ni uno ni otro, sino la intimidad formada entre los dos, si falta uno la intimidad y lo que lleva consigo, la acogida, el hogar desaparece. El hogar no es el sitio material dónde vive la familia, está formado por el entramado de sentimientos comunes a la pareja y que los acompaña allá donde vayan, convirtiendo precisamente en hogar cualquier sitio donde se instalen. Los hijos nacen y crecen en esa intimidad que forman padre y madre, ese es su hogar, el primer sitio de crecimiento, el sitio que no se juzga, del que parten todas las comparaciones, toda la visión de la vida.
El centro del hogar es el lecho, la cama donde la pareja se ama. El sexo tiene una importancia central en el hogar humano, todas las relaciones y todas las distribuciones se hacen alrededor de él. En el hogar además las relaciones sexuales se restringen a la pareja central fundadora del nuevo hogar. Las demás están inhibidas y anatematizadas por el mayor tabú, el del incesto. Sobre la fuerza afectiva y social del sexo se funda cada nuevo hogar y este tendrá la fuerza del amor de su pareja fundadora. El sexo no solo es una necesidad individual es, de modo especial, una necesidad de intimidad sexual con otra persona y desde este prisma es la mayor fuerza movilizadora de la historia humana. Nada ha movilizado al hombre como esta necesidad de fundar un hogar: un lugar donde vivir y practicar el sexo de un modo íntimo con su pareja. La tríada de conceptos es por tanto: sexo, intimidad, hogar. Para el hombre es el centro de su necesidad de vínculo con otros seres humanos, el nudo principal que trenza la tela de la sociedad humana. No es el único nudo social, pero es el principal porque es el que actúa con más fuerza y el numéricamente mayor.
Las posiciones contrarias al acuerdo entre sentimientos y razón: el sentimentalismo
Desde este punto de vista sobre la intimidad que estamos exponiendo, la tan cacareada oposición entre razón y sentimientos desaparece. Vivir en la intimidad necesita ese acuerdo entre cabeza y corazón, que se turba muchas veces, pero que a la larga hay que lograr para poder encontrarse de acuerdo con uno mismo. Hace falta conocerse, conocer las propias reacciones, etc. Unas veces la persona se apoya en la razón otras en los sentimientos; en realidad ambos, razón y sentimientos, se apoyan mutuamente en coherencia con la realidad. A largo plazo, aunque no sin dificultades, los sentimientos dan armónicamente el mundo al sujeto y este reacciona adecuadamente a las situaciones, dentro de lo que es posible, y para eso utiliza su razón.
Hay dos extremos que son dos enemigos de esta visión de la intimidad que vamos dando en las últimas entradas de este blog. Esos extremos son sentimentalismo (solo importan los sentimientos) y voluntarismo (solo importa la razón). Por si es preciso puedo matizar lo de «solo importa» diciendo que tiene la primacía sin respetar al otro elemento. Es decir, el sentimentalismo no respeta la razón y el voluntarismo no tiene en cuenta los sentimientos.
El sentimentalismo es olvidar esta conexión de los sentimientos con la realidad y quedarse en sentir el sentimiento, es decir, quedarse simplemente en hacer surgir en mí el sentimiento sin preocuparse de si casa con la realidad o no. Evidentemente los sentimientos que se quieren sentir son sentimientos agradables. Los sentimientos desagradables se busca eliminarlos de la percepción, si se siente miedo o enfado u odio, se busca el modo de sentir otras cosas más agradables. Pero de este modo se pierde todo la función que emociones y sentimientos tienen, se elimina en realidad la función del sistema de evaluación de la realidad que son los sentimientos. Se llega a la contradicción de, por valorar tanto sentir, se acaba suprimiendo la función de los sentimientos y estos se quedan en sentir cosas agradables.
Esto es así, porque verdaderamente no se puede vivir sin sentimientos, sin al menos alguna emoción; el mundo pierde el color y se torna gris. En esa situación, para huir de la monotonía, la persona busca cualquier cosa que le suscite sentimientos agradables, sin preocuparse de si son reales o no. De este modo se pasa a vivir un mundo de utopía, de fantasía, como vivir el idilio de un famoso del corazón o conmoverse por una tragedia lejana. Pero, esas situaciones, por no pertenecer realmente al mundo propio, no se pueden incorporar a la propia vida. Son situaciones ficticias, que no comprometen, no dan contacto con la realidad. El sentimentalismo es sentimientos sin compromiso real, o en frase de E. Fromm: «sentimientos en estado de total desapego, pródigo en lágrimas y miserable en actos». Emociones y sentimientos no se acaban en sentirlos, sino en el compromiso de acción que conllevan, que está intrínsecamente unido a ellos. Incluso más, en la obtención de la necesidad que esa acción busca, los sentimientos no acaban hasta que nuestra acción no ha llenado la necesidad a la que apuntan. Sentimiento implica valoración e implicación con la realidad. El sentimentalismo olvida esto.
Nos vemos forzados a admitir que los sentimientos son nuestra forma de relación con el mundo exterior. Esto es central para la persona, su intimidad se va formando en un contacto con el exterior, por las relaciones que establece, tanto con personas como con cosas. No es superfluo traer aquí unas palabras de Martin Buber: «Si de toda la cacareada erótica de nuestros días se quitase cuanto hace relación al Yo, y en consecuencia toda relación en la cual uno no está en absoluto presente para el otro, en la cual no se ha hecho en modo alguno presente respecto de él, sino que sólo se goza a sí mismo en el otro, ¿qué quedaría, en efecto?». Retengamos la expresión clave: «solo se goza a sí mismo en el otro». Es decir, ha perdido la conexión con el otro y por tanto la realidad. Los sentimientos, que son un camino al otro, me lo pueden también cerrar y, entonces, no habría encuentro, no habría en realidad otro: el hombre se encierra en sí mismo, la soledad del hombre permanece. Este es, en mi opinión, uno de los problemas más agudos de nuestros días.
El sentimentalismo está presente en algunas corrientes hoy que solo aceptan los sentimientos llamados positivos y los que se consideran negativos se tiende sencillamente a suprimirlos o sustituirlos por otros. De este modo, como hemos apuntado y se puede comprender fácilmente, se ha desprovisto a los sentimientos de su función: apuntar a una necesidad. Un sentimiento desagradable, que no negativo, lo que hace es invitar a salir cuanto antes de la situación en que se encuentre la persona, precisamente por ello es desagradable. Por ejemplo el miedo indica, hablando muy genéricamente, un peligro y lo que hace el miedo es indicarnos ese peligro. Sustituir el miedo por otra emoción no elimina el peligro, sino la señal que nos lo indica.
Se perfectamente que el sistema emocional es más complejo que el sencillo ejemplo sobre el miedo que acabo de proponer y que por ejemplo hay emociones desadaptativas, es decir, que ya no están cumpliendo una función que si cumplían en el pasado. Esto obliga precisamente a buscar modificar esa emoción, por así decir a arreglarla, no a suprimirla. Es decir, poniendo de nuevo un ejemplo sencillo, alguna vez el piloto de la gasolina del coche no funciona y hay que arreglarlo, pero la mayor parte de las veces lo más cuerdo es echarle gasolina al coche. Esto no explica toda la complejidad a la que he aludido del sistema emocional, pero si me parece suficiente para explicar lo incorrecto del sentimentalismo: querer sentirse bien a toda costa, quitar las luces rojas que no nos gustan.
Intimidad personal y autoestima
La autoestima es un elemento clave de la interioridad. Autoestima es el resumen de la valoración que la persona hace sobre sí misma. La valoración existencial se forja en el contraste entre lo que realmente logramos y lo que pretendemos lograr. Lo que pretendemos lograr es nuestro proyecto. Este cociente nos dice internamente si respondemos, si estamos al nivel de nuestras expectativas sobre nosotros mismos. De algún modo contrasta la realidad, la realidad percibida, con nosotros mismos.
El nivel de autoestima sería, según William James (el primer gran psicólogo norteamericano), el resultado de esta división: Autoestima = Logros/Exigencia. Hay que darse cuenta que ambos elementos, dividendo y divisor tienen un componente subjetivo. Logros son las metas personales que nos hemos propuesto, aquello que valoramos conseguir. Exigencia es el rasero de medir que utilizamos con nosotros mismos. Muy sencillo de entender: una persona participa en una carrera y es atleta profesional y todos los demás corredores son aficionados, sus marcas son netamente mejores que las de los demás. Si esa persona gana no lo va a considerar un gran logro. Si pierde va a sufrir un impacto negativo en la autoestima, porque valoraba que debía ganar, se exigía ganar. El atleta que le gane va a tener una subida de autoestima por conseguir un logro superior a sus exigencias: ganar a un atleta profesional con mejor marca. Esa exigencia, que aquí mido en competencia, una carrera, pero que aparece siempre y nos mide en todo lo que hacemos, es el divisor de lo que hacemos. Si es muy alta va a echar por tierra cualquier logro, estos nunca van a ser lo suficientemente buenos para nosotros, porque los rebaja nuestra exigencia, lo que creemos debemos realizar o conseguir.
Nathaniel Branden, que ha centrado todo su trabajo en la autoestima, separa dos componentes en esa exigencia hacia uno mismo: (1) un sentimiento de capacidad personal, que es lo que el atleta de nuestro ejemplo siente: es capaz de ganar la carrera. El sentimiento de capacidad está ligado a habilidades y por tanto muy directamente a acciones y logros. Estamos en la disyuntiva: Capaz/apto frente a inútil. Estamos en la valoración de la relación que establecemos con cosas u objetos (o personas consideradas como cosas u objetos). El segundo componente de la exigencia es (2) un sentimiento de valía personal: no se cifra todo el valor como persona en la capacidad o habilidades (como corredor, o cualquier otra). Estamos en la relación con personas, con aquellos seres que consideramos en lo profundo iguales a nosotros.
Este sentimiento de valía persona personal es más profundo y tiene que ver con el sentimiento adquirido de soy digno de ser amado y de amar y en el fondo, soy digno de vivir la vida. Estos sentimientos se refieren a la confianza fundamental en nosotros mismos y tienen relación con el haber sido amados, de modo muy especial en la infancia, sin necesidad de certificarlo con logros: nos querían aunque hiciésemos mal cosas o de niños fuésemos unos trastos. Alguien en nuestra vida nos ha dicho: ¡es bueno que tu existas!, que es el modo en que se vive el amor según Platón, que lo asocia además a la belleza: ¡es bello que tu existas! Tu presencia en este mundo le aporta belleza. Este sentimiento de valía personal está por tanto unido al sentimiento de ser buenos: soy esencialmente bueno, por tanto mi existencia es buena y positiva y se descubre ligado a la belleza de la vida y las personas.
Ambos sentimientos, de capacidad y de valía personal, generan dos elementos clave: la confianza en uno mismo y el respeto por uno mismo. Estos dos elementos configuran la autoestima real en cada momento de nuestra existencia y desde ahí la conducta en las relaciones que establecemos. En la tendencia actualizante de cada persona, está inscrita la capacidad de desarrollar una confianza y un respeto saludables con uno mismo. Se trata de algo que es inherente a la naturaleza de nuestro ser persona. Esta es la base sobre la que construyen tanto Carl Rogers, como Nathaniel Branden, como toda la corriente personalista y humanista de la psicología.
La autoestima no es algo ya estable o definitivamente conseguido en nuestra vida. Va ligado a ella, al modo cómo la estamos viviendo y por tanto valorando. Pone a prueba la autoestima en su componente de capacidad el no obtener logro alguno durante un tiempo, ya que va a ir haciendo aflorar la conciencia de ser inútiles y enfrentar a la persona con sus miedos profundos. También va a poner a prueba la autoestima, ahora en su componente de valía personal, el hecho de que nadie nos quiera, de no encontrar a nadie que nos quiera de verdad, que nos diga desde lo profundo: ¡es bueno que tú existas! Son los dos pilares sobre los que se edifica la autoestima y de los que venimos hablando: relación con cosas, medios e instrumentos y relación con personas o seres a los que consideramos con la misma dignidad que nosotros. Es necesario de algún modo el equilibrio entre ambos pilares para lograr una
Por tanto, para mejorar la autoestima debemos trabajar tanto con los objetivos y logros externos, como con las relaciones que establecemos. Una buena autoestima está ligada a vivir todo ese conjunto de relaciones y logros de la propia vida de forma consciente, de forma responsable con la realidad.
Mejorar la autoestima es encontrar una idea del yo más adaptada a la realidad, variar nuestra definición de nosotros mismos, lograr un ajuste entre intimidad y realidad, crear una intimidad que se encuentre en paz con la realidad, realidad de la que no se huye. Reelaborar nuestro proyecto y nuestras expectativas, nuestra idea de nosotros mismos en contraste con la realidad es el resultado del trabajo por conseguir una sana autoestima.
Una buena autoestima está ligada a enamorarse de la realidad que vivimos, a descubrir el fondo de profunda belleza y bondad que posee y que nos incluye a nosotros mismos que somos parte de ella. La autoestima sana no es una consideración o valoración fría de las circunstancias, es una consideración amorosa y aceptadora de la realidad de la persona.
Una autoestima así genera una serie consecuencias (y en esto sigo a Branden) en la persona, consecuencias que se pueden utilizar también como indicadores para evaluar la autoestima:
- Genera independencia y autonomía, frente a dependencia
- Produce una actitud activa ante la vida y las circunstancias concretas, frente a actitud pasiva
- Nos lleva a una voluntad de correr riesgos adecuada, frente a la actitud de no arriesgarse
- Nos hace ser honestos con nosotros mismos, frente a la deshonestidad
- Nos impulsa a vivir en el presente y de acuerdo con él, frente a vivir en la fantasía
- Nos ayuda a enfrentarnos y a llevar a vivir de acuerdo con nosotros mismos frente a evitarse a uno mismo
- Nos lleva a tener una voluntad de ver y corregir los errores, frente a no querer verlos
- Nos hace optar por la razón contra el irracionalismo: amantes y por tanto confiados en la realidad.
La identidad personal y los sentimientos
Todo el mundo personal tiene una relación estrecha con los sentimientos (en toda la entrada, sentimientos significa también sensaciones y emociones: nuestro nivel psíquico), está teñida por el color y el calor que proporcionan los sentimientos. Los sentimientos están ahí antes que los contenidos objetivos. «Lo nuestro» lo descubrimos por los sentimientos y sin ellos todas las cosas resultan arduas: ellos proporcionan la facilidad para hacer las cosas, la tan cacareada motivación. Cuando las amamos, cuando las teñimos del color de nuestros sentimientos, entonces es posible hacerlas, interesarse en ellas. Por el contrario es difícil acceder a las cosas (actividades, personas, etc.) cuando se presentan sin color.
Los sentimientos, al menos aquellos a que nos referimos habitualmente con ese nombre, son como el dipolo del agua, que tiene un extremo en positivo y otro en negativo. Unas veces presentan un lado positivo y todo parece ir bien, otras el negativo y todo parece ir mal (pensar por ejemplo en el par amor-odio, o si se prefiere, amor-rechazo). Por esto, la posición contraria al positivo no es el negativo, que constituye solo el sentimiento girado, pero sigue manteniendo nuestro interés en la persona o cosa. El opuesto real es la indiferencia. El que algo o alguien nos sea indiferente significa que la persona, la situación está fuera de nuestro campo de interés, para nosotros es como si no existiese, se hunde en la nada. Por eso es tan diferente hacer las cosas a pura fuerza de voluntad, porque tenemos que hacerla o por ilusión, con o sin sentimiento. Sin sentimiento, solo por un sentimiento del deber, porque hay que hacerlas, sin un gramo de ilusión, parece que todo hay que hacerlo a fuerza de puro brazo, cuesta mucho. Esto no puede ser una situación permanente, porque entonces el abandono la tarea, se avecina, entre otras cosas porque no se ama: no se puede estar haciendo indefinidamente lo que no se ama.
Los sentimientos son de este modo el color y la música que acompaña todas nuestras acciones. Muy acertadamente pregunta Levinás: «¿Soy yo o es el paisaje que está triste?». Los sentimientos enmarcan nuestro mundo. Dicho en el lenguaje filosófico, son el a priori de todo conocimiento, están allí, antes de comenzar a objetivar, diciéndonos: me agrada o me desagrada, nos señalan lo desconocido por el contraste con lo conocido. Los sentimientos «juzgan» o mejor comparan con lo más nuestro: nuestras primeras experiencias, nuestra intimidad original, nuestro hogar original, nuestra familia, nuestra patria, etc. Todas estas cosas, «lo mío» no es «juzgado», sino aceptado como lo natural, como lo que he conocido y recibido. Solo más adelante, cuando se han tenido experiencias diversas, otras familias, otras culturas, otras patrias, entonces se puede criticar la propia, porque se ha tomado distancia. De todos modos siempre son de un modo importante lo congenial, el origen, el punto de partida de comparación de experiencias original.
El sentimiento es la tendencia sentida, así lo define Aristóteles, es la respuesta interna a la situación externa y precisamente por ser una respuesta, tiene un contenido de conocimiento, una dimensión cognitiva, dicen los psicólogos. En este sentido es nuestra mejor respuesta, dada de forma directa por el resumen de nuestras experiencias, de nuestras vivencias. Es lo más íntimo que nos decimos, lo más ajustado a nuestra situación personal. Por ello, aprender a conocer la información de los sentimientos (la educación emocional) es un elemento clave de la propia educación, para ajustarnos a nosotros mismos, a nuestra forma de evaluar el mundo y cada una de las experiencias.
La respuesta que elaboran los sentimientos, se refiere no solo a lo actual, sino que condensa el pasado y proyecta el futuro. El pasado resume las experiencias positivas y negativas, y la idea que el sujeto se ha forjado en ellas sobre sí mismo: la autoestima, la valoración de sí mismo que hace el sujeto. El futuro es visto como las posibilidades abiertas para la persona. La respuesta puede ser más o menos adecuada. Esta adecuación con la situación no toca comprobarla al sentimiento, sino a la reflexión, a la razón. Los sentimientos dan el mundo del sujeto, o mejor, su instalación en el mundo. La razón constantemente chequea que esa respuesta sea correcta o la mejor entre varias posibles, todas evaluadas por los sentimientos. Los sentimientos presentan las opciones evaluadas: con miedo o con enfado o con ilusión. A la razón toca decidir por cual optar.
La alegría, que es como el resultado final de los sentimientos, resume como van las cosas; y la alegría está conectada a evaluaciones emocionales de la situación. Es fundamental que, si estamos contentos, esto esté basado en una situación real; en esto no puedo engañarme, no puedo hacerme creer que las razones de la alegría son verdaderas cuando sé que son falsas. Hay modos de provocar alegría o bienestar que lo que hacen es desconectar al sujeto de la realidad, provocan una alegría, que ya no lo es, sino simplemente una sensación de bienestar, una «alegría artificial». Esta es una patología de relación con la realidad: la patología del «paraíso artificial». La alegría informa de que estamos bien, pero esa alegría ha sido provocada de un modo artificial (alcohol, drogas, juego y cosas a veces mucho más sencillas), no responde a la situación real.
El mundo de la intimidad necesita que su contacto con la realidad sea correcto, la realidad es muy tozuda y siempre termina apareciendo, asomándose por algún sitio, esto hay que tenerlo en cuenta. Los sentimientos deben poder ser contrastados con la realidad: eso es lo que construye la intimidad. En esto la intimidad es muy exigente. El que descubre la propia intimidad, el que descubre su yo, debe necesariamente estar de acuerdo consigo mismo. Aunque parezca extraño, la compañía de uno mismo es la más exigente, si lo que se encuentra no gusta, la huida es inmediata. Siempre hay un «paraíso artificial» para recibirnos.
La identidad personal: una descripción
Todos tenemos una intimidad, un mundo interior dónde nos reflejamos, nos vemos, nos comparamos con los demás, juzgamos las situaciones, valoramos nuestra actuación, etc. En ese espacio interior también nos sentimos queridos o no, nos sentimos protegidos y seguros o no; allí se proyecta o se imagina el futuro: será así o será asá; allí también aparecen nuestros gustos, nuestros intereses, las cosas que nos son congeniales, las que nos agradan, las que odiamos, las que nos asustan… todo un conjunto de pensamientos, ideas, ocurrencias,… que cada persona lleva consigo y que aflora especialmente en algunos momentos, al ir por la calle, en la ducha,… o en temporadas especiales, o en momentos expresamente buscados.
La persona, este es uno de los rasgos que la definen, busca no solo vivir, sino también saber que vive y porqué vive, cuáles son los motivos de sus acciones y de sus reacciones; busca tener una vida que pueda decir que es verdaderamente propia: suya. Busca definirse a sí mismo. Desde este prisma, tener una vida propia se identifica con ser persona. La autenticidad de la persona, su carácter, su identidad, su personalidad se forja en esa conversación interior, que se alimenta de sus relaciones en tanto que persona y donde la persona busca una propia definición. El proceso de maduración de una persona es precisamente este proceso de búsqueda de la propia identidad que la hace dueña de sus actos y de su vida. La hace capaz de amar y trabajar. Amar significa establecer relaciones positivas y saludables con las personas y trabajar significa establecer relaciones positivas y saludables con las cosas.
La autenticidad es el proceso constante de contrastar lo que hacemos con lo que se es, con la definición de lo que se es, es decir con la resultante de ese mundo interior que poseemos. Todo el mundo de nuestras vivencias, las experiencias vividas afloran a la conciencia y marcan nuestra respuesta a las situaciones. Tenemos todo un almacén de sentimientos guardados, de experiencias acumuladas, de patrones emocionales archivados que generan respuestas automatizadas. La autenticidad comienza en el autoconocimiento que ha elaborado y puesto nombre a lo vivido, si esta tarea no se ha hecho la persona actúa por motivaciones inconscientes, satisface sus necesidades sin saber realmente que eso es lo que está haciendo. La autenticidad comienza en la honestidad, en este reconocer el mundo interior. Si no existe reflexión, meditación, no existe definición de la persona, no hay una resultante del mundo interior y la persona no se conoce, sus mismas acciones resultan incomprensibles.
Este proceso de búsqueda de la propia identidad se vive con dificultad, lo que está en juego es la propia vida. La persona toma conciencia de que con sus decisiones se juega su vida. El dilema es… ¿acertaré o no?, la carrera que elijo… ¿es la que corresponde a mis cualidades? ¿me abrirá el futuro?, esta chica/chico … ¿me hará feliz? Es una toma de conciencia dolorosa de la propia vida: ¡con mi vida me la juego! Este proceso, aunque se delinea fuertemente en la adolescencia, dura toda la vida. El hombre no está nunca cerrado, terminado, siempre puede recomenzar, volver a plantearse las cosas. Toda la vida hay que asimilar éxitos y fracasos, asumir las consecuencias de los propios actos, reenfocar la propia actuación, etc. Preguntarse, como veíamos arriba, que está bien y qué está mal (para nosotros).
Se trata, en resumen, de elaborar lo que se llama el proyecto de vida personal, su elaboración y ejecución. Se trata de encontrar un sentido a la vida. Más en el fondo, detrás de ese proyecto se encuentra la idea del yo, de quienes somos, de cómo nos entendemos a nosotros mismos. En todo ello está condensada la vida de la persona, sus posibilidades de integración y felicidad o su desintegración y fracaso. La vida auténtica es la que tiene un proyecto realista, contrastado con uno mismo, con las propias posibilidades, con la propia definición del yo y que llena de sentido la vida: hace feliz. Como se ve, la vida auténtica se refiere a una capacidad de autoreflexión, mejor dicho, se juega en la reflexión y en la meditación de la propia conducta, y su integración con lo que hemos vivido, con sensaciones, sentimientos y emociones. La reflexión es sobre el material que el nivel biológico y el nivel psíquico proporcionan, integrándolo y dándole significado, haciéndolo ser nuestra vida.
Qué es el hombre e intimidad en Blade Runner
Voy a poner un ejemplo gráfico para ver de un modo diferente que significa la intimidad sobre la que estamos hablando.
Se trata de película Blade Runner, dirigida por Ridley Scott, estrenada en 1982 y basada parcialmente en la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Wikipedia). La traigo como ejemplo, aún a sabiendas de que es una película de los 80, porque es realmente un clásico que acierta con temas universales, entre otros el de la intimidad. La película es una reflexión sobre que significa ser humano.
El argumento trata de la persecución de «replicantes» por un policía (Harrison Ford). Los replicantes son clones humanos creados en laboratorio como robots biológicos al servicio del hombre, a los que se les encargan los trabajos más duros y deben estar siempre al servicio de los humanos. El problema es que se revelan y hay un cuerpo especial de la policía que sencillamente elimina a los rebeldes. La ambientación de la película es espectacular al servicio del argumento: un
mundo del futuro, donde siempre llueve y está oscuro y donde parecen sobrevivir desechos humanos por las esquinas. El diálogo hacia el final de la película entre Harrison Ford (policía) y Rutger Hauer (replicante) es antológico.
Esos clones humanos, los replicantes, para poder funcionar reciben un equipamiento de memoria, que llena el hueco de memoria real que les falta, ya que son creados adultos (como sucedió con la oveja Dolly) y no tienen infancia ni juventud. Sin embargo esa memoria injertada, igual para todos, no les basta y los replicantes se hacen las preguntas que todos los humanos se hacen: cuál es su origen, quién es su padre y cómo adquirir sentimientos y empatía, algo que en la película especifica lo humano (la prueba que se hace para descubrir a los replicantes ocultos es precisamente una prueba de empatía, el test Voight-Kampff).
Mi lectura de la película es que unos pocos recuerdos no trabajados, no reflexionados, no meditados no sirven para conformar una identidad. Hace falta un trabajo más profundo y hacerse preguntas. Intimidad es toda la reflexión del yo según el esquema que acabamos de mostrar y no se puede construir con cuatro recuerdos dispersos y estereotipados. Construir nuestra intimidad
es un trabajo que dura tanto como nuestra vida. Y esa reflexión se hace diálogo desde la propia experiencia, como sucede en la película: «he visto cosas que vosotros nunca veréis…», con el diálogo que comienza el replicante.